Novelas de pandemias: cuando la enfermedad protagoniza la literatura
En momentos de crisis, los artistas absorben el horror, lo transforman dentro de ellos y lo expulsan como una luz reflejada. Con frecuencia, no se limitan a describir, sino que entre su versión del caos mezclan alguna reflexión sobre la sociedad y cómo su estructura ayuda a que las catástrofes empeoren y muestren lo peor de cada quien.
Antes de entrar de lleno al tema, hay que aclarar unos términos entre los que vamos a ir saltando. La diferencia entre epidemia y pandemia radica, sobre todo, en el alcance. Una epidemia se caracteriza por el surgimiento o predominio de una enfermedad en una cierta región. El término pandemia nos dice que determinada enfermedad ahora se distribuye de forma global.
La peste en la literatura de ciencia ficción
Cuando oímos hablar de “la peste” entendemos que se refiere a una enfermedad muy específica, transmitida por la bacteria Yersinia pestis. Sin embargo, antes de que el mundo supiera de la existencia de los microorganismos, se creía que las enfermedades eran causadas por humores o miasmas, como en El último hombre, la novela distópica publicada por Mary Shelley en 1826, cuya acción sucede en los últimos años del siglo XXI, entre el 2092 y el 2100.
Se trata de una historia de supervivencia en un mundo asolado por la peste. Shelley hace mucho más que contar una odisea en busca del último refugio, lo que sólo demuestra lo adelantada que estaba a su época.
Si Shelley viajó al futuro, Connie Willis se fue al pasado en la novela El libro del Día del Juicio Final, publicada en 1992, en la que una historiadora inglesa llamada Kivrin convence a su tutor de que la envíe al año 1320. Sin embargo, cuando ella entra en la máquina del tiempo, su operador comienza a sufrir los efectos de una nueva cepa de influenza que comienza a esparcirse por la ciudad y provoca que Kivrin llegue al año 1348, cuando la peste negra azotó con mayor fuerza en las islas británicas.
Connie Willis extendió su visión y narró dos formas de reaccionar ante una epidemia, contrastando una época gobernada por el pensamiento mágico con otra donde la sociedad está informada, pero sorprendida ante la ferocidad de un enemigo invisible.
Vampiros y virus llegados del espacio
Los autores de ciencia ficción no han dejado de limpiar su espacio de trabajo a través de las pandemias. Es una herramienta que desde El último hombre hasta los trabajos publicados en fechas tan recientes como 2019, cuando el covid-19 daba sus primeros pasos, ha servido para que la lupa narrativa se enfoque sobre lo que los artistas desean retratar.
En 1954, Richard Matheson publicó Soy leyenda. Donde Robert Neville es el único sobreviviente de una pandemia que acabó con toda la humanidad. Más adelante, nos enteramos sobre la naturaleza de esta enfermedad: vampirismo. Parece extraño, pero Matheson se sirve de esta ficción para intercambiar los papeles del monstruo y la víctima en la narrativa, además de hacer apuntes sobre diversos constructos sociales.
Centrándose en un solo personaje, Matheson indaga en la depresión y en las manías del aislamiento, así como en la influencia de constructos sociales como la religión en cualquiera de sus variantes.
Esta novela ha sido adaptada al cine varias veces, con niveles de éxito variables, aunque el hecho de que los antagonistas sean vampiros es algo que pocas veces se adapta.
Michael Crichton, que sabía hacer interesante la ciencia para escribir novelas supervendedoras, escribió sobre una epidemia que casi borró del mapa un pequeño pueblo de Estados Unidos en La amenaza de Andrómeda. En la novela menos catastrófica que revisaremos, tenemos a un grupo de científicos que hacen todos los esfuerzos posibles para comprender un patógeno que cayó a la superficie terrestre montada en un satélite. Aquí la intención artística cede un poco ante la rigurosidad, pero tiene originalidad, ritmo y otorga protagonismo a los científicos detrás de la investigación.
La ficción especulativa puede funcionar como válvula de escape durante los momentos más desafiantes de la humanidad, pero también como un registro de sucesos. En ese sentido, me gustaría compartir un fragmento del diario del fraile John Clyn, escrito por él mismo en 1349, mientras la peste negra marchaba a su alrededor:
Para que las cosas que deben recordarse no perezcan con el tiempo y desaparezcan de la memoria de quienes han de venir después de nosotros.
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